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El reino de la insania: crónica de un crimen por amor y castigo real

En un reino donde el poder se protege más que la vida, una mujer noble se atrevió a sobrevivir a los golpes del hermano del rey. Lo enfrentó, lo hirió, y por eso fue desterrada y declarada loca. Todos lo supieron, pero nadie habló: en este Reino, la verdad es más peligrosa que el crimen.

07/06/2025 el modelo de ficción
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La princesa desterrada, marcada por los golpes y la traición, condenada a la locura por atreverse a sobrevivir al hermano del rey.

Aquella noche, el Palacio de las Cinco Torres fue devorado por una fiesta que nadie recordaría con exactitud, salvo por el escándalo que desataría al alba. Decían que hubo música de juglares ciegos, vino traído de las montañas negras y polvos extraños que hacían reír, besar y golpear sin sentido. Entre los tapices de oro viejo y los espejos torcidos del Salón del Sur, la princesa no reconocida, salvo por su amante, danzaba como si el mundo fuera a terminar esa misma madrugada, con la mirada clavada en él: el hermano del rey, lord Feudalio, el heredero sin corona, el hombre más temido del reino después de su majestad.

Nadie sabría decir en qué momento el amor se convirtió en gritos, ni cuándo los susurros pasaron a ser amenazas. Lo cierto es que la pasión, alimentada por la furia de las sustancias y la sombra de la costumbre, acabó en golpes. Los sirvientes, ya acostumbrados al estruendo de la nobleza, no se atrevieron a tocar la puerta. Y dentro, en esa cámara perfumada de sudor y miedo, caía sobre ella la furia del linaje real. La princesa no reconocida, con los ojos cargados de sangre y el cuerpo de flores marchitas, alcanzó una daga de fuego —una pistola de puño, regalo de un embajador excéntrico— y disparó con la precisión de una mujer rota.

El silencio que siguió fue más ensordecedor que los disparos. Feudalio yacía en el mármol, la sangre formaba figuras caprichosas que parecían palabras en un idioma perdido. Ella, temblando, no podía descifrar en qué momento se había quebrado la noche.

Cuando volvió en sí, el espejo le devolvió el rostro de otra: hinchada, morada, irreconocible. Y sin embargo viva. Viva. “Ahora lo maté”, pensó. No era una revelación, era una oración, una sentencia, una verdad amarga que se deshacía en su boca.

Sabía que no podía huir. En el Reino de los Días Eternos, donde el rey era dios y la ley un susurro caprichoso, huir significaba condenar a los suyos. Así que esperó el alba. Se cubrió con una túnica negra, tomó aire, y caminó hacia la Guardia Real mientras los gallos anunciaban el fin de su mundo.

—Maté a un hombre —dijo.

Los guardias se rieron al principio. Luego palidecieron. Uno de ellos corrió hasta el lugar del crimen. Al regresar, jadeando, sólo acertó a decir:
—Es el hermano del rey...

La corte se llenó de susurros. Llegaron médicos, cortesanos, inquisidores disfrazados de juristas. Feudalio respiraba. Poco. Pero respiraba.

—¡Llévenlo ya! —ordenaron—. Si muere, será una guerra.

¿Y la mujer? ¿La princesa no reconocida? Nadie se animaba a pronunciar su nombre en voz alta.

—Háganla pasar por loca —dictaminó el consejero real, que una vez la había amado en secreto—. Que rece por que Feudalio viva.

La historia oficial se escribió esa misma tarde: que la princesa había caído en un delirio furioso producto del veneno de amores contrariados. Que había disparado al aire. Que no recordaba nada. Que estaba enferma.

Alina fue desterrada al Monasterio de las Rosas Negras, un lugar donde el silencio era tan espeso como el vino coagulante del reino. Perdió su título, su fortuna, su nombre. Su familia fue marcada con la letra muda de la vergüenza, y el pueblo no volvió a nombrarla.

Los plebeyos sabían. Lo supieron desde la primera mañana, cuando los rumores bajaron como sombras por las chimeneas de la ciudad y llegaron hasta los mercados, las iglesias y las escuelas. Sabían que él la golpeaba, que ella había sobrevivido, que la justicia se dobló ante la corona. Pero nadie hablaba. Nadie. Porque en ese reino, hablar era más peligroso que sangrar.

Y así el feudo siguió su curso, con el hermano del rey recuperado, más sobrio, más arrogante. Y con un nombre borrado en todos los registros, como si la insania hubiera sido una epidemia que debían extirpar, aunque todos sabían —en lo más hondo de su miedo— que la locura no estaba en ella, sino en el Reino mismo.

Lord Feudalio se curó. De los disparos, al menos. De las drogas, nunca. Retomó su vida en la Corte como si nada hubiera ocurrido, y hasta se permitió bromear sobre aquella “locura romántica” que casi le cuesta la vida. El reino siguió su curso, como si las balas hubieran sido flores, y la sangre un vino más.

Pero en las madrugadas eternas del monasterio, entre los muros cubiertos de musgo y lamento, una mujer repetía cada noche, sin voz y sin lágrimas:

—No estoy loca. Estoy viva.

Y eso, en aquel reino, era el peor de los crímenes.

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