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El hartazgo como bandera (Por Leo Fernández Acosta)

La bronca dejó de ser un rumor para convertirse en un grito. En todo el país se repite la misma frase: “Soy peronista, no ciego”. Mientras el pueblo se cansa de los privilegios eternos, en Formosa Insfrán sigue reinando con el voto cautivo de un pueblo que todavía no se anima a romper sus cadenas.

Locales18/10/2025leonardo fernández acostaleonardo fernández acosta
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Gildo Insfrán, el último mohicano de una Argentina feudal. A fuerza de aparato y obediencia, convirtió el poder en herencia y la voluntad popular en trámite administrativo.

A veces no hace falta una encuesta ni un gran análisis sociopolítico para entender lo que realmente pasa en la Argentina. Basta con leer los comentarios que dejan los ciudadanos debajo de una nota sobre política: “Soy peronista, no ciego”; “chorro”, “parásito”, “vividor del Estado”. Detrás de cada frase hay una decepción, una bronca acumulada, un sentimiento de traición que ningún eslogan puede tapar.

La discusión ya no es ideológica, es moral. No se debate si el país debe ser más liberal o más intervencionista, sino si los que gobiernan alguna vez tuvieron intención de servir al pueblo o solo a sí mismos. El ciudadano de a pie, cansado de ver a los mismos de siempre enriqueciéndose mientras el resto sobrevive, ya no quiere que le hablen de doctrina: quiere que le hablen con el ejemplo. Y en ese punto, el peronismo parece haber perdido su voz, su mística y, sobre todo, su autoridad moral.

“Soy peronista, no ciego” es el resumen perfecto de esa fractura interna. No lo dice un opositor; lo dice alguien que creyó, que militó, que acompañó, y que hoy ve cómo su movimiento fue tomado por burócratas, punteros y sindicalistas que viven del Estado como si fuera un feudo personal. El desencanto se siente, se huele, se escribe con bronca y con impotencia.

El problema es que la respuesta del poder no es autocrítica, sino soberbia. El aparato político —ese monstruo aceitado que garantiza votos a cambio de dependencia— se volvió una fortaleza. Y en lugares como Formosa, esa fortaleza tiene nombre y apellido: Gildo Insfrán.

Al gobernador eterno poco le importa lo que piense la gente. Tiene garantizado el resultado antes de que empiece la elección. En Formosa, el ciudadano no elige: obedece. No vota por convicción, sino por miedo, por necesidad o por costumbre. Es el voto cautivo más perfecto del país, una maquinaria de control político que hace del sometimiento una forma de estabilidad. Así, la democracia se convierte en trámite y el pueblo en rebaño.

Insfrán no necesita convencer a nadie. Le alcanza con mantener aceitado el engranaje de la dependencia: los planes, los empleos públicos, las amenazas veladas. Su poder no se basa en el amor del pueblo, sino en el control absoluto del territorio. Y mientras en Buenos Aires los políticos debaten sobre libertad o Estado, en Formosa ya se vive un modelo donde el Estado es el amo y el ciudadano su siervo.

Esa impunidad del poder, replicada a distintas escalas en todo el país, es la que alimenta el hartazgo. Por eso cuando alguien escribe “hay que votar a Milei porque ya sabemos lo que pasa con el peronismo”, no está necesariamente apoyando un programa económico: está gritando basta. Basta de los mismos, basta de los privilegios, basta de los discursos que prometen igualdad mientras sostienen la miseria.

El voto de la bronca es, en definitiva, un acto de desesperación moral. Es el gesto de un pueblo que ya no espera justicia, pero exige revancha. Porque la corrupción no solo roba dinero: roba esperanza, roba sentido, roba identidad. Y el peronismo, ese movimiento que alguna vez fue sinónimo de justicia social, hoy carga con la culpa de haber traicionado su propio mito.

La bronca argentina ya no necesita banderas ni dirigentes. Se expresa en los comentarios, en los memes, en las sobremesas. Es una furia silenciosa que no busca líderes, sino una limpieza. Y en esa furia, aunque desordenada y a veces injusta, hay más verdad que en todos los discursos del poder juntos.

Y quizá ahí esté el punto de quiebre. Porque un pueblo puede soportar la pobreza, la inflación o el fracaso, pero no la humillación de saberse gobernado por los mismos corruptos de siempre. En Formosa y en toda la Argentina hay una generación que empieza a perder el miedo, que empieza a mirar de frente al patrón político y a decirle “ya no te creo”.

Cuando ese miedo se rompa del todo, cuando el formoseño deje de obedecer y empiece a votar con la dignidad que le arrebataron, el poder de Insfrán y de tantos otros caerá por su propio peso. Y ese día, tal vez, la bronca deje de ser solo un desahogo y se convierta en el principio de una verdadera libertad.

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