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En Formosa el rey quedó desnudo (sin ley de lemas)

Sin la Ley de Lemas, sin sobres y sin miedo suficiente, el reino de Insfrán mostró su verdadera desnudez: un poder sostenido por la pobreza y el silencio que empieza a resquebrajarse. La impunidad sigue, pero el mito se rompió.

Locales27/10/2025leonardo fernández acostaleonardo fernández acosta
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Gildo Insfrán, símbolo del poder eterno en Formosa, enfrentó su primera elección sin la protección total del fraude legalizado. La transparencia, aunque mínima, alcanzó para exponerlo.

Hay un viejo cuento que todos conocen, aunque pocos se animan a contarlo en voz alta cuando el protagonista se parece demasiado a la realidad.

En la historia de Hans Christian Andersen, dos estafadores convencen a un rey vanidoso de que pueden tejer un traje tan fino que solo los inteligentes y leales podrán verlo. El monarca, por miedo al ridículo, finge admirarlo. Sus ministros, por servilismo, hacen lo mismo. Y así, el rey desfila desnudo por las calles mientras su pueblo —domesticado por el miedo y la costumbre— aplaude su inexistente vestimenta. Hasta que un niño, con la insolencia de la inocencia, grita la verdad: “¡El rey está desnudo!”

Formosa acaba de vivir su versión local de ese cuento.

Durante más de un cuarto de siglo, Gildo Insfrán creyó estar cubierto por el traje de la eternidad: la Ley de Lemas, la estructura estatal, los jueces a medida, las bolsas con dinero y los punteros con planillas. El gobernador se convenció de que su poder era natural, inevitable, casi sagrado. Pero bastó con que se retirara uno solo de esos velos —el más fino, el de la impunidad electoral total— para que todos vieran lo que había debajo: un sistema desnudo, vulnerable y grotescamente humano.

 Por primera vez en décadas, el régimen formoseño tuvo que enfrentar una elección sin las herramientas completas del fraude institucionalizado.

Sin la omnipotente Ley de Lemas, sin la logística aceitada de bolsitas y billetes distribuidos como si fueran credenciales de ciudadanía, Insfrán quedó desnudo ante su propio mito. El caudillo que construyó poder sobre la miseria y la obediencia tuvo que jugar con cartas apenas un poco más limpias —y perdió diez puntos.

El dato, en cualquier otra provincia, sería anecdótico. En Formosa, es un terremoto. Porque lo que se vio en estas elecciones fue el corazón expuesto del modelo: un sistema que sin control total no sabe competir, solo disciplinar. Un aparato diseñado para administrar pobreza, no para gobernar.

El resultado fue grotescamente claro. Con la Ley de Lemas derogada, el reparto en bolsitas prohibido (al menos formalmente) y un ojo algo más atento de los medios nacionales, el voto cautivo se resquebrajó. El “70% histórico” que Insfrán presenta en cada elección como símbolo de eternidad cayó a un 58%. Y eso, con toda la maquinaria del Estado todavía funcionando en su favor, con jueces que responden a un guiño y fiscales federales que parecen empleados administrativos del gildismo.

Morán, juez y parte del sistema

El juez federal con competencia electoral, Pablo Morán, volvió a actuar como el árbitro comprado del partido más largo de la historia. Cada vez que el oficialismo necesitó un guiño, Morán estaba ahí. Cada vez que la oposición denunció irregularidades, el juez miró hacia el techo. La parcialidad fue tan grosera que hasta los empleados del poder judicial local —entre ellos un ministro del Superior Tribunal de Justicia del propio Insfrán— participaron en las operaciones de cobertura institucional.

Pero ni siquiera con la justicia arrodillada, el aparato pudo sostener el simulacro perfecto.

El reino de las carpas azules

En barrios como Namqom, el clientelismo se volvió espectáculo. La escena se repitió en escuelas y plazas: carpas azules, punteros con planillas, billetes en sobres, y el voto convertido en transacción. Un modelo tan viejo como el miedo, pero tan visible esta vez que hasta los propios aliados tuvieron que simular escándalo.

Fue Gabriela Neme quien nuevamente se plantó frente a esa obscenidad. Denunció en vivo, grabó, mostró lo que todos sabían y pocos se atrevían a decir. Y recién entonces, cuando la vergüenza ya circulaba por redes, Morán se vio obligado a mover al ejército ciego y sordo, ese contingente de fuerzas federales que simula imparcialidad para la foto.

Mandaron a desmantelar una carpa. Una. De cientos. Las demás siguieron su curso natural: el reparto, el control, la extorsión. El voto como mercancía, el miedo como norma. Así ha funcionado Formosa durante un cuarto de siglo.

Pero algo cambió. Esta vez, ni la plata pudo más que el hartazgo.

El derrumbe del mito

La derrota de Insfrán no se mide solo en números. Es política, simbólica y estructural.
Por primera vez, el gildismo se enfrenta al espejo sin maquillaje. El sistema no puede sostener la ilusión de unanimidad, porque la grieta interna ya es visible: punteros que reclaman más fondos, intendentes que esconden sus miserias, y votantes que aceptan el sobre pero votan con bronca.

Insfrán construyó poder sobre tres pilares: el miedo, la pobreza y la impunidad. Los tres siguen en pie, pero fisurados. El miedo ya no paraliza del todo. La pobreza ya no alcanza para comprar silencio. Y la impunidad judicial comienza a oler a descomposición.

Por eso, esta elección marca el principio del fin, aunque el final aún no haya llegado.
El gildismo sobrevivirá —porque los regímenes envejecen lentamente—, pero ya no volverá a ser lo que fue. La caída de diez puntos no es un accidente: es la primera fractura visible del poder total.

El espejo roto de la oposición

Mientras tanto, del otro lado del escenario, la oposición también muestra sus miserias.
Atilio Basualdo, de La Libertad Avanza, hereda una tarea monumental: limpiar su espacio de los que usaron el sello libertario para hacer negocios con el régimen. El desafío no es menor: Formosa está plagada de opositores de utilería, de disfrazados de rebeldes que viven del presupuesto que dicen combatir.

Basualdo deberá elegir entre la pureza política o la supervivencia. Si se rodea de los que en cada elección se venden al mejor postor, su destino será el de los demás: decorar la escenografía del poder eterno. Pero si logra organizar una oposición real, con convicción y no con punteros reciclados, podría ser el primer dirigente en décadas que no llega a la política formoseña a rendirse.

El radicalismo, cadáver exquisito

Y en el fondo del escenario, el radicalismo.

Ese partido que alguna vez fue alternativa, hoy es apenas una anécdota con comité y sin votos. Los Naidenoff, Buryaile, Carbajal, Zárate y compañía lograron lo que ni Insfrán hubiera soñado: enterrar al radicalismo sin que el PJ se ensucie las manos.

El resultado fue humillante. Lo advertimos: el radicalismo no llegaba al 3%, y no era una provocación, era un diagnóstico. Hoy los hechos lo confirman. La UCR formoseña es un museo de ambiciones frustradas, una ONG de funcionarios sin cargos, una fuerza que perdió incluso la capacidad de fingir oposición.

Mientras Insfrán jugaba a ser eterno, el radicalismo se dedicó a ser decorativo. Y así les fue.

Fin de ciclo, aunque el ciclo se resista

Lo que acaba de pasar en Formosa no es una elección más. Es el principio del fin de un modelo que sobrevive por inercia, sostenido por una burocracia de miedo y lealtad comprada.
El kirchnerismo ya cayó. Lo que resta es el eco provinciano de ese sistema: el gildismo, versión norteña del feudalismo moderno.

Insfrán no perdió solo votos; perdió el aura. Y cuando el aura se va, el poder empieza a oler a derrota.
Ya ni el juez Morán puede disimular el hedor. Ni las carpas azules logran tapar el sol.

El rey quedó desnudo. Y aunque sus súbditos aún bajen la cabeza, ya lo vieron.
El miedo, cuando empieza a resquebrajarse, no vuelve a su forma original.

Formosa entró, al fin, en su cuenta regresiva.

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